Hace muchos años, cuando participaba en torneos siendo juvenil, tenía que jugar bien, y además ganar, para salir contento de la cancha. De no rendir de acuerdo a mis expectativas, me enojaba. Y si encima perdía, la tristeza se instalaba en mi rostro.
En ocasiones, cuando las cosas iban mal durante un partido, yo reclamaba a viva voz por el estado de la cancha; la buena suerte del rival o mi mala fortuna; el viento; el sol o las pelotas. Pero la única verdad, era que no sabía resolver los problemas que mi adversario me planteaba.
A veces, fui un maleducado.
Hasta quebré una raqueta, lo que me avergüenza hasta hoy. Copié lo malo de ciertos jugadores profesionales creyendo, en mi inmadurez, que me favorecía de alguna manera parecerme a ellos en ese aspecto.
Tiempo después, comprendí que casi nadie juega mejor al descontrolarse.
En la actualidad, no me inscribo en campeonatos. Y lo único que pido cuando entro a una cancha, es no lesionarme. Si además el día está bonito y entreno con un buen amigo, con el que sostengo una conversación agradable en los descansos, no deseo nada más. Lo último que me interesa es si juego bien o mal, si gano o pierdo.
Mis prioridades cambiaron de forma radical, con el paso de los años. La importancia del rendimiento y el resultado se redujo al mínimo, cobrando valor el disfrutar por sobre todo. Junto a eso, entendí que si disfruto mis posibilidades de vencer aumentan, ya que mis golpes fluyen debido a que me encuentro relajado.
Sería ideal no demorarse tanto como yo, para saber qué es lo esencial y enfocarse en aquello.
Por eso, creo que a los niños hay que inculcarles desde muy pequeños que disfruten jugando tenis. Si solo lo practican por la atracción que generan los triunfos, cuando lleguen las derrotas lo abandonarán.
El objetivo debe ser que los chicos se enamoren de este lindo deporte, y no solo de sus victorias.
Así, serán tenistas toda la vida.
Arturo Núñez del Prado
Periodista
Profesor de Tenis
arturondp@gmail.com