Hace 41 años nació Marcelo Ríos, quien motiva la siguiente historia:
“¡Ya, a levantarse! ¡Arriba, arriba!”, eran las ceremoniales palabras matutinas de mi madre, durante aquellos días de colegio. “…¡5 minutos más!…”, contestaba ingenuamente a diario, tragándome la sabana. “¡¡¡NO-NO-NO!!!”, venía de contraataque, y repasando su mano por mi cara aniquilaba cualquier tipo de esperanza. Repetidamente la misma batalla, repetidamente la misma derrota. Y no es que el colegio me resultara un sitio espeluznante, al contrario, la sagrada pichanga del recreo valía mucho más que la exigencia primitiva de aprender todo de memoria. Tan sólo se trataba de 5 minutitos más de flojera, una frase existencial, un derecho humano que viene con reclamo genético. Mi mamá no comulgaba con aquella falacia romántica. Sin embargo esa mañana sería diferente, y mi estrategia mucho más radical, bajo una institución conmovedoramente latina: me haría el enfermo. Con apenas 9 años la vida me ponía en una encrucijada y mi decisión de elegir el lado vicioso de la fuerza estaba tomada. Sin marcha atrás.
La noche anterior, mientras mis neuronas se exterminaban de terror al ver ese fatídico episodio televisivo llamado “Las Noticias”, se informó algo distinto, un rayo de luz: el joven tenista chileno Marcelo Ríos, de apenas 18 años, jugaría por la segunda ronda de Roland Garros ante el número 1 del mundo, el estadounidense Pete Sampras. “Roland Garros es como un mundial de fútbol”, me dijo mi hermana mayor inmediatamente. Tragué saliva, era algo grande.
A Marcelo Ríos le decían ‘chino’, hace apenas unos meses había cerrado su etapa como número 1 del mundo juvenil y representaba la mayor esperanza del deporte chileno. Todos sabíamos quien era Marcelo ‘chino’ Ríos. Y aunque en él se configuraba la idea de futuro, la ausencia de referencias absorbían en su figura la única realidad presente. Igualmente al chino eso parecía importarle bastante poco; porque reconocía el camino que perseguía y porque se sabía bueno. Su propia presión, dentro de un fuerte ego, era su exigente medida valida. Y ahora ese muchacho se vería las caras contra el mejor tenista del planeta. El momento era histórico, tanto que sería televisado en vivo y en directo a la mañana siguiente.
Mi fanatismo por el fútbol no acusaba rival, pero el chino en su incipiente camino solitario promovía épica: a su modo inflaba carisma y, desde esta remota faja de tierra, se perfilaba como un vagabundo altanero lleno de sueños. Quería verlo, necesitaba verlo. Incluso aún luego del epilogo de la nota en las noticias. El conductor, Bernardo de la Maza, lanzó su innecesaria pero ilustrativa reflexión del Chile de esos días: “Nadie espera que el joven nacional gane, pero sería sumamente auspicioso que pierda por un 6-2, 6-3” … Por supuesto que en el comentario no existía mala intención, pero sí una sobredosis de realismo que demostraba la falta de coraje de la época. Ríos era diferente, y por eso se ganó la fama de “no estar ni ahí”; y por eso más allá de la indolencia, su paso llevaba aroma de hazaña contemporánea para todos nosotros los descontaminados, y para todos los que querían descontaminarse de los complejos.
De Ríos se decía que era un virtuoso, un zurdo lleno de talento. Bajo esos lugares comunes se promovía la apuesta de su nombre. También se mencionaba su “irreverencia”, por llevar el pelo largo y jugar con un jockey hacia atrás. Y que era un muchacho algo malhumorado, básicamente porque les hacía la pega difícil a los periodistas con sus preguntas siempre tan ocurrentes, profundas y versátiles. El chino, a la primera obviedad bajaba la mirada y caminaba en dirección contraria. No tenía ganas de ser un tipo políticamente correcto, su vanidad le exigía ser sincero. Y el tiempo no lo iba a perder montando risas falsas. Además era un lolito, jugaba para sí, poco podía imaginar que en breve todo Chile iría en su brazo.
“¡Ya, a levantarse! ¡Arriba, Arriba!”, escuché, y vino mi actuación. Debe haber sido lamentable porque mi vieja no alcanzó a creerme ni cuatro segundos. Lo había intentado, mordí el riesgo. Cuando parecía perdido y con la cotona puesta, la magia de la humanidad: me vio tan hecho polvo por perderme el encuentro, que descubrió en el engaño un deseo honesto, accediendo finalmente a que me quedara en la casa viendo el tenis: ¡La felicidad! “Pero en la tarde me acompañas a la peluquería”, se me tiró en plancha sin árbitro, recordándome que nada es perfecto. No obstante, ya estaba: ¡¡VAMOS CHINO!!
El mítico court Suzanne Lenglen estaba repleto. Y él era apenas un flaquito adolescente que se encordaba las cuerdas a sí mismo, mientras del otro lado de la red, un señor alto, corpulento y millonario. Flashes, más flashes y el rostro de Ríos era coloquial, dictando que había nacido para esto. Ni sorprendido ni atemorizado, se le veía sereno y desafiante, con la intención de jugarlo y de ganarlo. “6-2, 6-3”, las hueas. Y eso te lo lograba transmitir. Sí, era un pedante maravilloso. Acostumbrados a ese héroe alimentado por la vieja burguesía, uno buenito, de voz bajita y pidiendo permiso, este pije insolente revolvía el tablero y te llenaba de adrenalina a pura actitud. Ríos miraba a Sampras sin respeto ni reverencia, al contrario, ¡se lo quería pasear!
Rápido, leyendo la jugada y devorándose las líneas, junto a esa exquisita capacidad de alterar los efectos, encontrar el ángulo indómito y jugar con las aceleraciones. El chino en cinco minutos te envolvía, porque no era un jugador corriente, no perseguía esquemas, improvisaba a ritmo de genio todo el tiempo. Y más encima zurdo, desubicando el patrón regular. ¡Qué técnica la del chino por la chucha! Sampras matando a saques, reventando la pelota con la convicción de un ciego compromiso. Pero ahí estaba Marcelo, llevándolo de un lado para el otro, haciendo un show del paleteo y también, claro que sí, tirando fuerte con esa ‘derecha’ que le corría y un revés a dos manos que dibujaba la cancha.
El publico se tomaba la cabeza, porque lo que creían sería un mero tramite, estaba hecho punto por punto. Y yo, que hasta ahí en mi exigua vida había visto completo un partido de tenis, lo vivía con la misma fuerza que en partido de la selección chilena. Ya no me quedaban cábalas, iba y venía, pasaba de sillón en sillón, uffff… Lo único que esperaba era que el maldito gringo se equivocara, regalara alguna. Pero en todos los bordes pesó la experiencia y Sampras, sudado entero y con el rostro blanco, zafaba. El chino, por su parte, siempre arriesgaba. ¿Jugar a pasarla? Nada, nunca, siempre en el limite del punto bonito.
Finalmente fue 7-6, 7-6 y 6-4 en casi tres horas de juego para el número 1 del mundo. Estuvo siempre cerquita. La sensación amarga de la derrota me clavó duro, pero me había vuelto su hincha, definitivamente.
El chino se fue molesto, enojado, sin sensación de triunfo moral, a pesar de haber hecho partidazo y de haber ganado todos-pero-todos los puntos espectaculares. Una mano inexpresiva a Sampras y un tibio despido a la grada, que lo ovacionó sin freno. Ese día el mundo conoció a Marcelo Ríos. Cuatro años después le arrebataría el número 1 del mundo a ese mismo Pete Sampras.
Apagué la tele y todavía emocionado, fui a buscar una vieja raqueta de madera que había en la casa: tomé una pequeña pelota de goma y comencé a darle pelotazos a la pared de la casa: estaba jugando en Roland Garros, como el chino.
Por: Paola Carter Garrido
Fuente: Barrio Bravo