Mi nombre es Marco Miranda, tengo 31 años y juego tenis desde que tengo uso de razón, soy un agradecido de la vida por practicarlo, no sólo por lo que me entrega día a día, si no porque creo fielmente en que aún le falta mucho por ofrecerme.
Dicen que a cierta edad los tenistas nos hacemos impermeables, que las derrotas ya no nos duelen como antes, que nuestro protagonismo en cancha declina con las velocidades, entusiasmos y energías de las nuevas generaciones, y que nos volvemos inexistentes para un mundo en el que sólo cabe el ímpetu de los años jóvenes.
Yo no sé si me habré vuelto impermeable para el mundo, es muy probable que si, pero nunca fui tan consciente de mi fanatismo por este deporte como ahora; Nunca me sentí tan protagonista de mi vida y nunca disfruté tanto de cada momento de mi vida.
Descubrí que no soy un top ten y que tampoco estoy dentro de los mejores, descubrí al tenista que sencillamente soy, con sus miserias y sus grandezas.
Descubrí que puedo permitirme el lujo de perder, de estar lleno de defectos técnicos, de tener debilidades en mi revés, de equivocarme en una volea, de hacer doble faltas, de no responder a las expectativas de mis entrenamientos y, a pesar de ello, confiar en las posibilidades que tengo en cada partido, sentir, vibrar, palpitar cada punto y apasionarme cada vez que despeino la amarilla.
Cuando me enfrento cada partido ya no busco ganarlo todo y demostrar ser superior, busco disfrutar y seguir mi patrón de juego. Sonrío en cada fantasía que sale, me alegro con cada punto largo y disfruto incluso con los puntos perdidos.
Siento que debo saludar al joven tenista que fui, con cariño, pero dejarlo a un lado; porque ahora me estorba. Su mundo de ilusiones y fantasía ya no me interesa. Me interesa ser yo, aquí y ahora.
Qué bien no sentir esa presión permanente de tener que ganar que se genera con los sueños. Qué bien poder disfrutar del tenis y de los partidos.
La vida es tan corta y el oficio de vivirla es tan difícil, que cuando uno comienza a aprenderlo, ya hay que morirse. Por eso trato de vivir esta pasión a plenitud, como si hoy fuera el último partido, gozando cada minuto, cada punto, cada “partido”, cada pelota en la línea que me acaricia en el orgullo. Y tan solo puedo dar gracias a la vida por toda esta maravilla.
Por mis rivales que al igual que yo viven de esto, por los amigos que me hice en el circuito y que comparten sus experiencias en los sufrimientos y alegrías, por las padres de tenistas que a veces sufren más que nosotros, porque como ángeles sin alas, acompañan a sus hijos en todo momento, doy gracias a la vida por haberme dado la gran dicha de ser tenista.