“Tenía 18 años cuando me tocó viajar para jugar dos torneos en unos destinos poco comunes: Nigeria y Ghana.
“Después de 3 días de vuelos y escalas, llegamos a Ciudad de Benín (Nigeria). Lo primero que recuerdo es una capa de humo que cubría la ciudad. Como no había sistema recolector, la gente acumulaba la basura en la calle y la quemaba ahí mismo para deshacerse de ella, generando además una congestión atroz. Recuerdo eso, y a las mujeres que cargaban enormes jarros sobre sus cabezas con un equilibrio espectacular.
“El calor era insoportable. Tuve que jugar un partido con 45 grados a la sombra, y para más remate contra un nigeriano. No era buen jugador, pero como estaba acostumbrado a esas condiciones, casi me gana. Yo apenas podía respirar. Cuando salía de la cancha, muchos niños se acercaban para pedirme que les regalara mi bolso de tenis, mis raquetas, mi teléfono. Cada tenista andaba con un grupo de 5 o 6 niños alrededor.
“Todos los días comíamos lo mismo, ya que era muy fácil enfermarse. Las condiciones sanitarias eran horribles. Creo que fui uno de los pocos que no se enfermaron. Al principio mirábamos todo con asombro. No nos atrevíamos ni a salir del hotel. Nos decían que después de las 6 de la tarde era demasiado peligroso, y lo corroboramos cuando casi secuestran al supervisor del torneo, apuntándolo con metralletas. A pesar de eso, la mayoría de los nigerianos nos hicieron sentir como locales y muchos querían ser nuestros amigos.
“Un día, de hecho, ocurrió algo muy extraño: un tipo se me acercó para conversar y me dijo que le gustaría que me casara con su hermana Peace. Que la trajera conmigo a vivir a Chile. Días después, Peace fue a saludarme y me regaló una foto de ella con su número de teléfono y su nombre completo. Ella también me pidió que le anotara el mío y se lo escribí en un papel.
“La semana siguiente fuimos a Ghana. Otro país impresionante. Un día salí del hotel porque quería desbloquear mi teléfono para poder hacer llamadas internacionales. En la calle un tipo me dijo que podía hacerlo, pero que se iba a demorar una hora. Aproveché de dar una vuelta por el mercado, que era muy grande y vendían de todo: desde animales a ropa pirata. Pero lo más interesante era cómo estaba dispuesto el lugar: pequeñas chozas de madera repartidas sobre canales de agua, conectadas con puentes de madera. Miles y miles de chozas.
“Tres años después de ese viaje, un día cualquiera, sonó el teléfono de mi casa en Santiago. Mi hermano contestó. Era Peace. Lamentablemente yo no me encontraba en Chile y no pude hablar con ella. Siempre me pregunté qué le habrá pasado, quizás algo grave, como para llamarme después de 3 años. Nunca lo pude saber. Cuando llamé al número que tenía guardado de ella, no funcionó”.
Por: Arturo Galarce
Fuente: El Mercurio